Las estadísticas lo resaltan: los barrios de Petare son una zona roja. Sin embargo, el Viernes Santo la paz se pacta en dos sectores, el Nazareno y El Morro. Esa tranquilidad surge del respeto por la tradición del viacrucis de El Morro, una escenificación que une a los vecinos que desean mostrar los últimos minutos de la vida de Jesucristo.
Es un clásico. Cada Viernes Santo, entre las tres y seis de la tarde, pasan los actores del viacrucis. No solo se concentran los participantes y los vecinos, sino poetas, fotógrafos, documentalistas y católicos de otras parroquias que quieren ver la procesión de principio a fin.
Es una concentración para exaltar la cultura de una barriada que se ha visto manchada de sangre, pero que tiene más para dar.
Una pasión que requiere producción
Para que la paz reine en El Morro durante el viacrucis, las condiciones tienen que estar dadas. Por eso, año tras año, existe un trabajo parroquial exhaustivo. Se evalúa que los jóvenes participantes sean de la parroquia y desde enero comienzan los ensayos.
Quienes participan admiten que la pasión de Cristo es tan importante para ellos como para un miembro de la iglesia. Ninguno es actor profesional, pero todos se comprometen a interpretar sus papeles como si realmente volviera ocurrir aquel episodio bíblico.
Las horas de la pasión
Antes de que se den los primeros pasos, unas palabras de los miembros de la iglesia resuenan entre las paredes de las casas. Algunas son de agradecimiento y otras buscan generar reflexión. Una vez terminan, comienza un duro camino de tortura: Jesús recibe sus primeros latigazos de parte del líder romano.
La bulla de los maestros de la ley es ensordecedora. Esta solo disminuye ante el grito del procurador de Roma: «Callen y hagan silencio». Sin embargo, los judíos letrados en la ley de Dios quieren ver a Cristo muerto. Pilatos lo manda a azotar y estos se enfurecen. Los llevan ante Herodes y sus palabras son escuchadas por los habitantes de El Nazareno.
Mientras eso pasa, todos los vecinos presentes están callados. No quieren perder detalle de este momento. Los ojos curiosos ven al joven carpintero de nuevo frente a Pilatos, y como todos sabemos, se lava las manos y no se hace responsable de la vida del hombre justo.
La imagen de la flagelación del cristo petareño hace llorar a una niña amargamente. El dolor se siente real y la pintura roja, que simula la sangre divina, salpica al que esté cerca. En ese instante, El Morro viaja a la Jerusalén donde Jesús caminó por última vez.
Hasta que caiga la tarde
A partir de una pequeña iglesia, el descenso comienza. Los vecinos de El Nazareno siguen de cerca al cristo, los soldados que lo castigan y los dos ladrones que también morirían. Ante la escena, llora la virgen María: su hijo va al matadero.
Estación por estación y caída por caída, la tarde avanza. El barrio está a la expectativa y ese Petare, popular por la violencia y el sonido, se halla sereno. Nadie ofende la obra ni el momento. La gente respeta el trabajo de sus jóvenes actores.
La subida a El Morro inicia y hay cientos de personas expectantes frente al viacrucis. Muchos quieren contar la historia de lo que se ve gráficamente, pero se nos pide un poco de distancia. El momento es paradójico, pues muchos no volverán a las cañadas hasta el próximo año.
Lo que te saca de ese golpe de realidad es mirar arriba, donde otra multitud espera a los actores para presenciar la crucifixión. En paralelo, los niños juegan con sus papagayos porque es el punto perfecto para elevarlos y varios vecinos miran desde sus ventanas.
Los ojos de todos se van a los ladrones, los primeros en ser crucificados. Después van hacia Jesús, a quien clavan en la cruz en el piso. Algunos fruncen el ceño: es una interpretación, pero parece real.
Todo eso pasa mientras María observa a su hijo, abrazada de un apóstol Juan de piel morena y otras mujeres que muestran el sufrimiento.Casi al final, el cielo de Petare se ve más hermoso, luminoso en el momento del castigo.
Y ahí entre el dolor de los clavos, la sangre corriendo y la algarabía: es cuando se reconoce el poder de las mínimas casas de un barrio que ya casi pone fin a sus horas de paz.