Desnuda frente a Mike: mi primera vez con Ohrangutang


Me quité la poca ropa que me quedaba y me puse las botas de patente por orden del fotógrafo. Mike, con la cámara en la mano, me miró de arriba abajo y, en un segundo, yo estaba gateando de espaldas por una cama ajena. Trataba de contener la respiración como para armar una suerte de coraza que me permitiera imaginarme delgada y olvidar que estaba desnuda frente a un desconocido.

No tenía posibilidad de ver el resultado. Mike es serio, casi antipático, aunque te de algunas píldoras de confianza. Hacía cinco minutos estaba a punto de terminar mi sesión de dos looks, como todas las otras chicas que caminaban descalzas y en panties ahí en el spot y ahora decidí ser la única de ese shooting en desnudarse. No era mi plan original, no lo había pensado antes.

Éramos siete mujeres en un Airbnb de La Latina, en Madrid. Fuimos allí con la pretensión de vivir la Ohranguntang Experience, una suerte de experiencia fotográfica marketera erótica que al principio no te crees tanto pero que luego se vuelve casi mantra. Casi todas venían de otras ciudades. Yo, de más lejos. A pesar de que vivo en Bogotá, estaba de paso en ese otoño a nueve grados con una sensación térmica menor. Las fotos eran en una terraza mojada por la lluvia y, justo ahí, con vista a una cancha de colegio, Mike daba las directrices en medio de piropos: “¡Wow, qué bella eres!”, “¡Qué cuerpazo!”, “¡Qué pelo tan increíble!”.

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La chica que llegó después de mí, una mujer bellísima de rasgos árabes, estaba -junto a su novio- llenando el formulario en el que todas habíamos concedido el permiso para tener animales alrededor de la sesión, aparecer o no en las redes de la marca, medir el nivel de desnudo o de erotismo que queríamos experimentar. Ella preguntó: “¿Qué es un desnudo sugerido?” Y ahí me interesé: un desnudo en el que no se te ven los genitales.

Le dije a Mike: “Quiero hacer eso”. Y me respondió: “Quítate la ropa”. Así, sin pudor, delante de cuatro personas que conforman su staff. Yo respiré profundo, haciéndome la loca, como si estuviera acostumbrada. Casi me arrepiento.

Fui a la habitación a buscar las botas que me había mandado a poner y ahí comenzó mi apnea. Todos se salieron inmediatamente y Cristina, su esposa y maquilladora de las sesiones, se asomó con su celular en la mano, sin dejar de ver memes. Siempre sentí su presencia como “marcando territorio”. Aunque nunca me miró fijamente, sabía que estaba posando desnuda y ella apareció de pronto. Cuando le conté a mis amigos, días después, me dijeron que lo interpretaban como una especie de “protección” para sentirme segura estando tan vulnerable en ese espacio y preferí darle la vuelta al pensamiento. En adelante, me quedé con ese gesto.

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Mike Tang y Cristina Pilo son los creadores de Ohrangutang una marca de feminismo erótico que ha consolidado unos 2,5 millones de seguidores entre sus cuentas de Instagram y que, en la actualidad, venden múltiples productos que van desde las sesiones fotográficas a mujeres con poca ropa y una aplicación para editar fotos desde el celular, pasando por juguetes sexuales y cremas a base de CBD, hasta películas pornográficas que puedes ver en Only Fans si compras la suscripción.

Todo lo envuelven en una experiencia que genera morbo: son una pareja cool para su nicho, han decorado su casa en Miami al estilo de una “jungla”, se declaran poliamorosos, transformaron sus cuerpos desde que eliminaron el gluten y se volvieron coaches de alimentación y, además, tienen en su galería personal a modelos de todas las tallas y variedades posibles, que incluyen rasgos que en otros momentos históricos habrían sido catalogados como defectos: vitíligo, pecas en exceso, grandes curvas, albinismo, tercera edad o pieles excesivamente oscuras.

En el pitch –el marketing– de la experiencia, lo que transmiten con esta muestra es que todas las mujeres son perfectas; que cualquiera puede hacerse la sesión de fotos con la excusa de celebrarse, de sentirse bella. Muchas de sus seguidoras son modelos y actrices porno, pero también están -estamos- montones de mujeres “normales” que trabajan homeoffice en pijama y que en silencio sueñan con darse el gusto de posar con la piel brillando de aceite a merced del toque y retoque de los Tang.

“¿Cuánto cuesta?”, “¿Cómo hiciste para estar ahí?”, “¡Quiero ver ya el resultado!”, son algunas de las frases inesperadas que te llegan al DM de amigas que jamás pensaste que querían estar en esa locación contigo, mudando de piel. Las redes estallan con una historia, no importa si tienes 100 o 100 mil seguidores. Y esto pasa desde que llegas al set porque parte de la experiencia es esa incomodidad –de pronto sabrosa– de exponerte a aparecer en las stories de Ohranguntang apenas tocas el timbre.

Es como una celebración rarísima. Te abren la puerta y te empiezan a piropear. Ya tienen experiencia porque, aunque jamás te han visto, las primeras cosas que te dicen son las que resaltan a la vista y tienes rato escuchando: sobre tu pelo, tus piernas, tu estilo disruptivo al vestirte, aunque te mueras de pena por saber lo que viene.

La dinámica es simple y siempre en tribu. Todas las modelos están ahí viendo lo que sucede entre las demás, desde la llegada hasta los desnudos. Cristina te maquilla y lo hace de una manera tan natural que ni siquiera usa delineador o counturing. Y si vas maquillada con un estilo diferente, te lo remueve. Luego pasas a la inmersión de una maleta gigante que llevan con conjuntos de lencería, unos más sexys, otros más trashy, algunos bastante lavados y con logos de marcas de los 90. Ellos te ven y de una te dan la ropa que esperan que no solo te quede, sino que te guste. 

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Yo me cambié más de tres veces porque no me sentía cómoda con ninguna de las opciones hasta que hubo otro STOP: “¿Cuál es tu objetivo con estas fotos?”, preguntó Mike, muy serio, y me quedé en blanco. “¿Qué es lo que te gusta a ti?” “¿Cómo te quieres ver en esas fotos?”. Tampoco supe qué responder. Entonces Cristina me aclaró que por cada prueba que hacía le quitaba la posibilidad a otra persona de poder usar ese conjunto hasta que lo lavaran. Ellos son los que dicen qué te pones, cómo te lo combinas, en qué orden te lo vas a poner y en cuál de los spots del Airbnb te van a fotografiar determinado look. Pero da igual: siempre te van a decir que te atrevas, que te ves espectacular y que te están celebrando.

Una vez que te vistes con el primer look, entras a la regadera para que te rocíen con aceite. Una vez lista, pasas a la “sala de espera” donde compartes expectativas con las otras chicas que sí quieren vivir la experiencia, pero están tan o más nerviosas que tú.

Suceden cosas que no dejan de ser raras, aunque suenen divertidas, y todo –siempre- va a depender de lo dispuesta que estés a vivir la experiencia: “¡Aquí nadie llega sin darme un abrazo!”, ordena Mike de pronto. “¡Vamos a bailarle dembow!”, dice Cristina, también vestida en hilo, y todas hacen un círculo, al mejor estilo harem, en el que mueven sus glúteos al descubierto alrededor del fotógrafo que mira a su alrededor, de un lado a otro, complacido. .

En el set todo pasa súper rápido y casi en silencio. La sesión de fotos es mega dirigida hacia poses que Mike tiene más que ensayadas y el objetivo es muy claro: la mayoría de las veces te va a fotografiar el trasero. Sin mirar a la cámara, sin que sea un objetivo que tú te planteaste, sin importar lo que hayas dicho en el formulario que llenaste previamente. Esa es su fijación y la mayoría de las fotos de la sesión que edite de ti van a incluirlo como plano principal. 

“Vas a ponerte las manos presionándote el pecho y halándote el sostén hacia adelante”, dice. Los pies, las rodillas, el pelo, las formas. Todo está medido. Sí, eres única y especial, pero ya estas poses están probadas en otras pieles y, al parecer, funcionan, igual que la edición. Cuando finalmente llegan las fotos, que podrían tardarse hasta dos meses en aparecer en tu correo, te va a costar reconocerte: tu rostro, tu piel, tus colores van a estar completamente retocados al estilo Tang.

Al final de la sesión –que, en cada cambio, no son más de 10 minutos posando por vez– siguen las sorpresas. Todas las modelos a medio vestir, incluyendo a su equipo que también se prepara con lencería para este momento, van a la calle así como están. Mike les hace fotos a Cristina, su mujer, y a su equipo. Son las fotos más cool y a las que no todas acceden. Pero, parte de la experiencia de conectar, es que puedas disfrutar igual ese morbo de estar en la calle y sentir que, literalmente, paras el tráfico. ¿Cuándo has estado en hilo y en tribu en medio de un semáforo a ocho mil kilómetros de dónde vives? Te sientes tan poderosa que nada te puede pasar. Incluso, si tienes suerte, Mike te hará un par de fotos en alguna moto mal estacionada por ahí, sin pedir permiso. Le pasó a una de las chicas con quién “conectó más” ese día.

Toda esta “religión” Ohrangutang se ha expandido a las ciudades que visitan. Tienen una base de datos a la que envían un newsletter para avisar qué días estarán disponibles para fotos y, además, organizan meet & greet para conocer a su comunidad. Ese día, por ejemplo, una chica de la sesión fue por sus máquinas para tatuar y les regaló, a quienes quisieran, un flash tattoo

Cuando se acaba la experiencia –tú decides si antes, durante o después de los bailes alrededor de Mike o las hamburguesas sin gluten– sales con la ropa que llegaste, llena de aceite, con un maquillaje que no es tuyo y sintiéndote diferente.

Diferente rara porque pasaste todo un día sin ropa al otro lado del Atlántico, sin ser una estrella porno o una modelo cotizada. No es poca cosa. Y aun así te tiembla el pulso al compartir tu experiencia porque, si buscas, vas a ver muchas fotos de estas sesiones, pero casi ninguna cuenta en realidad lo que se vivió adentro. Y sea más o menos intenso, el acceso a esas historias genera todavía mayor morbo en los seguidores de Ohrangutang.

Estamos demasiado acostumbrados a ver sexo en internet. Desde un video de reguetón que nos gusta hasta una porno que nos excita. Lo vemos normal, pagamos por eso con nuestro tiempo y nuestros cambios de algoritmo. Pero cuando se trata de nosotras, aunque nos hayamos sentido perfectas en esa sesión, hace falta un montón de trabajo interno y un cierto tipo de personalidad que nos permita publicar esas fotos sin pudor, sin importar el qué dirán, los comentarios indeseados, los seguidores que no queremos.

Quienes somos personas con oficios catalogados como “normales” o “serios”, y tenemos las cuentas de redes sociales abiertas para que conozcan nuestro trabajo profesional, tenemos un prejuicio alrededor: nadie se espera que seas capaz de posar, de pagar por ser modelo, de tomarte unas fotos divinas sin ropa y tener el mismo rigor en tu trabajo y la misma seriedad. Para el que hace scroll, puede ser una foto que olvidan; para la familia, un tabú; y para otros es tan normal que no entienden cómo no eres capaz de publicar esas imágenes que te hicieron sentir tan bien y donde no se te ve nada que no hayas posteado en una foto con bikini.

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Pero resulta que, entre el viaje que hiciste a la ciudad donde estaban los Ohrangutang, el “gracias por ponerte vulnerable” de Mike y los likes en Instagram, hay un universo de mujeres que se sintieron inspiradas por la “hazaña” que hiciste de exponerte ahí como ellas se lo imaginaron cada vez que vieron la cuenta del fotógrafo con desconocidas. Fuiste la primera de tu círculo que logró vencer la curiosidad y se lanzó. Fuiste de esas que tus amigas no esperaron que lo hicieras y ahora no pueden esperar a poder hacerlo ellas también. Entonces el tema de la tribu se va convirtiendo en realidad y empiezas a ver los testimonios de quienes formaron parte de tu misma sesión aunque no recuerdes sus nombres; Mike te empieza a seguir si encuentra inteligencia e interés en tu proyecto; ves a artistas que siempre admiraste que posan con la misma pena y el mismo retoque –a veces contrastante con el tema de la aceptación–. Y entonces sucede la magia: estás viviendo, aún después de meses, una experiencia que no advertiste. Te entregan unas fotos donde ves tu cuerpo perfecto, brillando por el aceite, formando parte de un universo visual con una estética específica. Buscas tus fotos en las cuentas que sigues desde hace tanto y apareces ahí, de espaldas, moviendo el pelo, en backstage.

Recuerdas la confesión de Mike: “Abusaron de mí dos veces cuando era niño y sé lo delicado que es tener un cuerpo desnudo frente a ti” y también vas viendo que eres parte de un privilegio. Te celebraste en un mundo en el que es difícil romper con prejuicios, lo hiciste porque pudiste y quisiste (“No se hace nada si tú no quieres”, te reta Mike), en medio de una jungla que se instaló ese día en la ciudad en la que también estabas de paso y ahora tienes la oportunidad de sentir que esta es una forma de celebración del amor propio.

No te sana, no te convierte en algo que no eres, pero te hace ponerte –literalmente- en un espejo donde puedes admirar tu cuerpo en todo tu esplendor si te lo permites. Y se siente bien. Te sientes bien. Me siento bien. 

Texto: Marcy Alejandra Rangel





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