Lapatilla
“Mi opinión firme, plena, como la luna llena, irrevocable, absoluta y total es que en ese escenario, que obligaría a convocar a elecciones presidenciales, ustedes elijan a Nicolás Maduro como presidente de la República Bolivariana de Venezuela”. Quién iba a imaginar que esta orden de Hugo Chávez, dada en su último discurso difundido en cadena nacional el 8 de diciembre de 2012, nos marcaría el destino a millones de venezolanos.
Muchos pensábamos, con ingenua esperanza, de que con la muerte de Chávez, oficialmente anunciada el 5 de marzo de 2013, comenzaríamos a transitar el camino hacia la redemocratización de Venezuela, pero no ha sido así. Por el contrario, el autoritarismo que veíamos claramente marcado durante el mandato de Chávez, se ha acentuado con su sucesor Nicolás Maduro hasta derivar en una dictadura moderna, esa que se impone utilizando los mismos mecanismos de la democracia, pero que igual usa el garrote para aplacar cualquier disidencia.
Sin estar en guerra, Venezuela fue hundida en una crisis humanitaria compleja sin precedentes: gente comiendo de la basura, otros muriendo en los hospitales por falta de insumos y muchos emigrando para salvarse de la hecatombe. Este panorama lo seguimos padeciendo con sus bemoles, a pesar de que quienes hoy ostentan el poder hayan creado burbujas de crecimiento económico que dan la ilusión -solo para los enchufados- de que todo se arregló.
Ni el bloqueo económico de Estados Unidos, ni los reproches de algunos países europeos, ni las denuncias de violaciones de derechos humanos contra altos personeros de la dictadura, ni las acusaciones ante la Corte Penal Internacional contra Maduro y su clan, han podido destronar al régimen. Y la respuesta es obvia: desde adentro, los políticos de siempre, los partidos oxidados en sus propias estructuras, han carecido de una estratégica unidad, esa que requiere de despojarse del ego, para actuar como verdaderos estadistas, capaces de ver más allá de sus narices.
La estrategia de la sucesión presidencial fríamente diseñada desde Cuba, cuando ya se sabía que Chávez estaba en sus últimos días, resultó un rotundo éxito para el chavismo, pero un fatal fracaso para el país.