Charles Brewer-Carías: próximo destino… ¿El Dorado?


“Estoy viviendo en el siglo del especialista”, dijo Charles Brewer-Carías en una entrevista con la revista Geographical: “Yo no soy un especialista. Soy un enciclopedista en el sentido del siglo XIX. Ese es mi siglo, el siglo de los exploradores y los descubridores”. Su casa, y su look de gran mostacho blanco de explorador colonial inglés, parecen darle la razón. Bajo techos de madera construidos al estilo andino, las paredes están repletas de cuadros con todo tipo de insectos y mariposas disecadas. Hay cráneos de animales sobre muebles, oscuras semillas amazónicas y un sinfín de libros y documentos. Aunque se ubica en las colinas del sureste de Caracas, la casa está en una altura paralela a la de Sabas Nieves: con brisa fría y jardines repletos de bromelias gigantes y multicolores.

Alrededor, tan solo una selva húmeda. “Esto es una selva guayanesa”, me dice, recordando cuando acampó en ella junto al reconocido especialista en hormigas Mark Moffett en los años setenta. Según Brewer-Carías –quien, siendo adolescente, descubrió un yacimiento arqueológico prehispánico en Valle Arriba y tiene el récord mundial de prender fuego con palos– allí encontraron especies de plantas típicas de la región de Guayana: un remanente, dice, de los tiempos prehistóricos cuando el Orinoco desembocaba en Falcón y no separaba a la región central del sur.

Brewer-Carías, nacido en 1938, es odontólogo de la Universidad Central de Venezuela. Eso no ha evitado que haya encontrado centenares de especies de plantas y animales nuevas para el mundo. “Yo no puedo describirlas porque no soy taxónomo”, dice. Pero los taxónomos se han encargado de la formalidad: hay 29 especies nombradas en su honor, desde ranas, pasando por grillos y alacranes y mariposas, hasta bromelias.

El explorador, de hecho, en una ocasión –basándose en un ruido de anfibio que no conocía– encontró una especie de rana nueva en su jardín en Caracas. El herpetólogo César Luis Barrio-Amorós la describió después como Mannophryne vulcano, una especie endémica de las áreas aledañas al cerro El Volcán. Además, Barrio-Amorós ha nombrado otras dos especies de ranas: Stefania breweri y Anomaloglossus breweri. Queda claro esto de breweri, ¿no?

La pasión de Brewer-Carías por las expediciones –suma unas 240 y ha explorado 31 tepuyes– nació cuando siendo adolescente conoció, por medio de su padre, a los exploradores Carlos Freeman y Gustavo Heny. “Me hablaban de los caminos empedrados de los incas en la selva que ellos habían visto con Jimmy Angel [aviador americano que nombró al Salto Ángel] en Venezuela”, recuerda: “Ellos decían que a los incas no se le encontraron minas, que las minas estaban aquí en Guayana”. Él nunca encontró esos caminos: “Pero sí otras cosas sumamente interesantes”.

En las cuevas del mundo perdido

Brewer-Carías es el descubridor de la cueva de cuarcita más grande del mundo, con más de 4000 metros de longitud y que lleva su nombre. En 2004, tras avistar desde el helicóptero de Ricardo Cisneros lo que pensó era un puente de roca sobre un río en el Macizo de Chimantá, en Bolívar, convenció a once de sus amigos de ir al puente a comer sushi preparado por Federico Mayoral. Cuando se dirigieron a la parte de abajo del supuesto puente, persiguiendo el reflejo especular del río en la tarde, se dieron cuenta de que en realidad era la entrada de una larguísima cueva. Tras ocho horas caminando, con linternas, Brewer-Carías dio su veredicto: “Esto es una caverna enorme”, dijo: “la cueva de cuarcita más grande del mundo”.

En aquel entonces, un grupo de espeleólogos checos y eslovacos habían anunciado recientemente el descubrimiento de lo que creían era la cueva de cuarcito más grande del planeta -la Cueva Ojos de Cristal– en el lado venezolano del tepui Roraima. “La cueva que ustedes consideran la más grande del mundo es nada”, les escribió: “Una tontería”.

Al reconocer su nombre, los europeos se dirigieron rápidamente al sitio con sus instrumentos para hacer mediciones. La Cueva Charles Brewer-Carías en el Chimantá, repleta de paredes y columnas naturales de colores pasteles fue declarada ganadora.

Hace algunos años, en su elemento (Archivo)

Sin embargo, Brewer-Carías cree haber descubierto algo más valioso adentro: las “bioespeleotemas”, esponjas bulbosas y blancas a las que describe como “nuevas formas de vida”. En vez de ser cuerpos calcáreos, como las estalagmitas y las estalactitas que se forman en las cuevas, los bioespeleotemas son organismos de sílice amorfo. “¡Eso es imposible!”, dice sobre de la naturaleza de sílice de los microorganismos que descubrió. Aunque lamenta el poco interés dentro del país, celebra que científicos como el checo Roman Aubrecht y la australiana Joyce Lundberg han escrito papers al respecto: “Son elementos que crecen desde el suelo y la manera como crecen, la forma en que están estructuradas, las diferentes densidades que tienen adentro –en plena oscuridad– denotan que son un organismo”.

También descubrió lo que podría ser la cueva más antigua del planeta: una suerte de bóveda en el cerro Autana de miles de millones de años, casi tan antigua como los tepuyes. Allí se sintió sobrecogido por el resplandor luminoso de los tepuyes: quizás, sospecha, aquel fue el resplandor dorado de la ciudad de oro de Manoa que el conquistador Antonio de Berrío creyó ver en el horizonte durante su expedición en búsqueda de El Dorado.

Brewer-Carías imagina, como relata en su libro nuevo “Crónicas del mundo perdido”, que allí quizás alguna vez pudieron anidar pterodáctilos Cearadactylus y Thalassodromeus: especies cuyos restos han sido encontrados en Brasil y estarían a medio día de vuelo del Autana. La visión complementa aquella de quienes creen que algún pterodáctilo sobreviviente pudo inspirar los mitos indígenas sobre los Maripa-den, de los que hablaron los pemones del río Paragua y los Shári y Fhihiä según los nombran los yekuana: los murciélagos gigantes que habitan en cuevas de tepuyes y devoran gente.

En lo profundo del Sarisariñama

Charles Brewer-Carías fue el primer explorador en introducirse en las simas –los sumideros más profundos del mundo– del tepui Sarisariñama.

A partir de 1961, el explorador vivió esporádicamente entre los yekuana de la prístina cuenca del Caura junto al misionero español Daniel de Barandiarán. Allí se empapó hasta más no poder de la cultura yekuana: dominando eventualmente –con vocales inexistentes en el español incluidas– la lengua de la familia caribe que habla esta etnia venezolana. De hecho, el joven Brewer-Carías, en aquel entonces con una melena rubia, estudió los dientes de los locales –todavía distantes del mundo occidental, con rostros pintados y ornamentos perforando sus narices– para descubrir incisivos en forma de pala que son típicos de pueblos asiáticos y que en nuestras selvas resultan ser un recuerdo físico del cruce por Beringia que hicieron los primeros americanos.

Un año después, regresó para llevar suministros a Barandarián, quien se había asentado en la aldea indígena de Kadanakuni, en el Caura. Con él, iba Bárbara Brändli –una fotógrafa suiza radicada en Caracas– que junto a Barandarián publicaría el aclamado libro “Los hijos de la luna” que retrata la vida de los indígenas sanemá de la cuenca.

En el vuelo hacia Kadanakuni notó “unos agujeros extraordinarios que no entendíamos” –que había avistado por primera vez con el piloto Harry Gibson en 1961– cerca de una de las cimas del Sarisariñama. “Barandarián dijo que los indios decían que de ahí salían luces y que eran probablemente naves extraterrestres”, dice Brewer-Carías, escéptico. Al llegar a la aldea y escuchar sobre las luces que volaban sobre la montaña, el geólogo Enrique Lavié –que también iba en el vuelo– mencionó que en una ocasión había observado un ovni sobre el cerro Yutajé en la cuenca del Manapiare y estimó que evaluaba minerales radioactivos (siete años después, los estudios de CODESUR darían a conocer minerales radioactivos en el cerro). Barandarián también estimaba que el Salto Maraveni del Sarisariñama debía ser más alto que el Salto Ángel (en eso estaba equivocado).

El cerro estaba rodeado de misterios: los yekuana locales, por ejemplo, lo creían habitado por el Shári (que le da su nombre) y por unos espíritus protectores sin cuello y con fuerza sobrehumana llamados eneana (similares a la tribu sin cuello de los ewaipanoma del Caura descritos por Sir Walter Raleigh a finales del siglo XVII). Por ello, los yekuana no subían a su cima. Brewer-Carías intentó hacerlo en compañía de unos indígenas sanemá (que no conocían los mitos de los eneana), pero la superficie de la montaña estaba muy fracturada y el explorador se quedó con las ganas.

Brewer

Diez años después –con el apoyo de la Sociedad Venezolana de Ciencias Naturales, que lo nombró director de expediciones, y en compañía de científicos como el ornitólogo William Phelps y el botánico Julián Steyermark– finalmente subió a la cima, por un mes, y descendió a los agujeros con su hermano Jimmy y el escalador inglés y reportero David Nott. Brewer-Carías encontró que la vegetación era distinta en lo profundo del agujero, con muchísimas especies nuevas de plantas allí, y recolectó muestras que enviaba a la cima con un guinche de motor.

Volvería en varias ocasiones. Se topó con una colonia de miles de guácharos cuya voracidad generaba una montaña rojinegra de centenares de toneladas de semillas de la palma Seje (Jessenia bataua). Incluso, acompañó a Barrio-Amorós cuando describió siete nuevas especies de ranas en el área. Era un verdadero nuevo mundo, extraño y aislado del exterior y creciendo tan solo bajo la luz que entra por los enormes orificios.“Me doy cuenta que hay miles de esporas desconocidas que flotan en el mismo aire que compartimos con la hormiga y me pregunto si este hongo Cordiceps pudiera actuar como el Histoplasma capsulatum que ya ha infectado los pulmones de los espeleólogos como nosotros”, escribió dentro de la sima al encontrar una hormiga momificada por hongos que crecían desde su cadáver: “¿Y cuántas otras especies de hongos aún desconocidos nos acompañan en este exuberante encierro? (…) Sabemos que en estas selvas inexploradas existen miles de formas parasitarias mutando al azar que aún no han sido descritas”.

Guerra en el Sur del Orinoco

En 1983, Brewer-Carías inició un proceso de expediciones –con 127 científicos de 42 instituciones de renombre de Venezuela, Estados Unidos, Inglaterra y hasta Nueva Zelanda– a la Serranía La Neblina en Amazonas, el tepui más alto del mundo. Por su riqueza biológica, se planificó que el proyecto de expediciones a aquel laboratorio natural durase cincuenta años: solo en dos años colectaron más plantas que las que habían sido colectadas en 54 años de exploraciones el estado Amazonas. De hecho, entre 75% y 90% de las 1.028 muestras de líquenes y musgos colectadas por el botánico William Buck eran especies nuevas para la ciencia.

En una ocasión, Brewer-Carías le preguntó al entomólogo Paul Spangler cuándo saldrían publicados los resultados de la expedición. “Los que tienen que hacer estos estudios ni siquiera han nacido”, le respondió Spangler, refiriéndose a la cantidad de conocimiento nuevo que revelaba todos los días La Neblina.

Pero la expedición terminó bruscamente en 1987. El general Alí Soto Vargas, en compañía del teniente Sergio Rafael Milano (a quien Brewer-Carías describe como un “antropólogo de ultra-izquierda”), se aparecieron un día a preguntar sobre un agujero en el campamento. Los científicos explicaron que era el sitio donde enterraban su basura. “Lo consideraron una mina [de oro] y dijeron que los 127 científicos eran una cortina de humo para tapar la minería”, dice Brewer-Carías. La expedición fue clausurada.

Brewer-Carías no se quedó con los brazos cruzados. Se dirigió a otro general, de apellido Sandoval, y denunció que esos militares hacían contrabando de gasolina y drogas a Colombia a través de San Fernando de Atabapo: “No quieren que estemos aquí porque entorpeceremos su contrabando”, le dijo. La discusión llegó al Congreso. Allí, el diputado Rafael Elino Martínez, del MAS, acusó a Brewer-Carías -quien había sido Ministro de la Juventud durante el gobierno de Luis Herrera Campins- de ser “un garimpeiro de cuello blanco”.

“Ahí mismo le di una trompada”, dice Brewer-Carías.

Posteriormente, Brewer-Carías demandó por injuria y difamación a cuatro diputados de partidos minoritarios –Martínez, Vladimir Gessen, Carlos Tablante y Alexander Luzardo– y a los dos militares. ¿Ganó? “¡Sí claro!”, dice: “Pero nada pasó”.

Claramente, el conflicto –en el que Brewer-Carías y los científicos también fueron acusados de ser espías para Estados Unidos e Inglaterra después de la guerra de las Malvinas– iba más allá del incidente del agujero: en 1984, la prensa y la diputada adeca Paulina Gamus acusaron a antropólogos y exguerrilleros de izquierda de fomentar en Amazonas un movimiento armado inspirado en Sendero Luminoso y el «Libro verde» de Muamar el Gadafi.

Además, dice Brewer-Carías en su versión de los hechos, este grupo de antropólogos y políticos de izquierda –Héctor Valverde, Esteban Emilio Monsoyi, Gerardo Clarac y Nelly Arvelo según Gamus y, dice Brewer-Carías, el diputado Carlos Azpúrua del PCV, el intelectual comunista y exguerrillero Pedro Duno y el ya mencionado Luzardo– se había aliado con los misioneros salesianos, muchos influenciados por la teología de la liberación. ¿El propósito común? Expulsar a los misioneros protestantes de las Nuevas Tribus, descritos como agentes del imperialismo yanqui y finalmente expulsados por Hugo Chávez en 2005. El sociólogo venezolano-libanés Issam Madi, cercano a Brewer-Carías, escribiría sobre esta alianza en su libro de 1998 “Conspiración al sur del Orinoco”.

Por supuesto, el conflicto no terminaba con la golpiza en el Congreso: apenas comenzaba. Cuando Carlos Andrés Pérez retornó al poder, decretó una reserva de biósfera en el Casiquiare, un nuevo parque nacional y nuevos monumentos naturales en el estado Amazonas. Además, decretó una Comisión Presidencial Permanente para el resguardo de los yanomamis que incluía a Brewer-Carías como presidente, al antropólogo estadounidense experto en la cultura yanomami Napoleon Chagnon y a Issam Madi.

Chagnon, que escribió un bestseller sobre la violencia inter-tribal de los yanomamis, se había convertido además en consejero de la fundación Fundafaci, de Cecilia Matos, pareja del presidente Pérez. En aquel entonces, dice Brewer-Carías, el presidente había propuesto la creación de una nueva reserva de biósfera, la más grande del mundo: “Un parque nacional en donde se considera que los habitantes son parte del equilibrio que debe haber allí. Propuse que no entrara ningún militar, ni ningún misionero de ninguna tendencia. Eso fue…”.

A pesar de sus intentos y de llevar en las expediciones a periodistas de The New York Times y Associated Press para hacer conocer la propuesta, las acusaciones contra Chagnon y Brewer-Carías volvieron a dispararse una vez que plantearon que militares y misioneros no entraran a la reserva proyectada.

Pesó la enorme rivalidad académica de Chagnon -que era percibido por los antropólogos de izquierda como un agente del imperialismo y cercano a las Nuevas Tribus- con el antropólogo francés Jacques Lizot. De Lizot dice Brewer-Carías: “Vivía con los salesianos, pero era pederasta de los niños yanomami de los salesianos”.

Esa acusación, que Lizot ha negado, se sustenta en testimonios yanomami recogidos en el libro «Spirit of the Rainforest» (1996) de Mark Andrew Ritchie. Según el explorador, la monja y antropóloga sor María Eguilior tan solo decía: “Nosotros no tenemos nada que ver con lo que él hace”.

De acuerdo a Brewer-Carías, los antropólogos y políticos de izquierda apoyaron a Lizot contra Chagnon, quien además era crítico de los salesianos y les acusaba de traer a los yanomamis a misiones donde se disparaban las enfermedades, y cuyo poder en la región disminuía ahora que Amazonas se convertía en estado.

Brewer-Carías, que estuvo en 32 expediciones con Chagnon, le dio su apoyo. En 1993, Chagnon escribió un op-ed en The New York Times acusando a los salesianos de dar ametralladoras a los yanomamis causando que se mataran entre ellos. Según el antropólogo estadounidense eso sucedió en la masacre de Haximú, en el estado Amazonas, ese año.

En ese lamentable episodio fueron asesinados 16 indígenas yanomami, entre ellos 8 menores de edad. Pese a lo que afirmó Chagnon, el crimen se atribuye a mineros brasileños –los llamados garimpeiros– y ocurrió en dos ataques entre junio y julio de 1993. De acuerdo a la ONG Provea, en Venezuela no se hizo mayor esfuerzo por investigar, pero en Brasil se estableció la responsabilidad de 22 mineros. Tras un prolongado proceso judicial, 5 brasileños fueron condenados a 20 años de prisión.

Al texto de Chagnon publicado en el diario, los salesianos respondieron enviando cartas en su contr -incluida una de Lizot- a diferentes departamentos de antropología en Estados Unidos.

Ese mismo año, los tenientes coroneles Luis Reyes, William Fariñas y Wilmar Castro (dos de ellos futuros ministros y viceministros de Chávez) acusaron a Brewer-Carías de minar oro en Amazonas con Cecilia Matos. El explorador llamó a los militares “coprófagos” y a sus acusaciones las calificó de “falsas y cobardes”.

Los diputados de izquierda volvieron a acusarlo en el Congreso, los salesianos organizaron protestas en Puerto Ayacucho, hubo un intento de asesinato (cuando, dice Brewer-Carías, los salesianos convencieron a un grupo yanomami de que él y Chagnon envenenaban sus aguas) y aparecieron grafitis en Caracas que decían “Charles Buitre Carías”. El sueño de la reserva de biósfera terminó con la remoción de Pérez. El conflicto seguiría.

En el año 2000, el libro «Darkness in El Dorado» –escrito por el estadounidense Patrick Tierney– causó un revuelo al acusar a Chagnon y al genetista James V. Neel, de quien Brewer-Carías había sido mentor, de explotar a los indígenas y causar una devastadora epidemia de sarampión entre los yanomamis. Por supuesto, Brewer-Carías fue incluido en las acusaciones. La Asociación Antropológica Americana (AAA) -con la que Chagnon tuvo “una guerra terrible” según Brewer-Carías- emitió un reporte apoyando varias de las acusaciones del libro. El gobierno de Chávez prohibió la entrada de Chagnon al país ese año. La carrera de Chagnon parecía terminada.

Sin embargo, como demostró la historiadora de medicina y ciencia Alice Dreger tras años de investigación, los señalamientos de Tierney eran falsos y acusó a la AAA de ser cómplice y responsable de esparcir mentiras. Además, todas las entrevistas del libro venían de miembros de los salesianos. La AAA, de hecho, rescindió su reporte en 2005. Siete años después, Chagnon fue nombrado miembro de la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos.

Etnocidios y ecocidios

Brewer-Carías mantiene su posición critica contra los misioneros salesianos. Considera que las misiones religiosas son “una manera sutil, pero extraordinariamente agresiva, de destruir la cultura”. Recuerda su vivencia con los yekuana, quienes relataban el watunna –su evangelio o canto sagrado– en la cestería. Sin embargo, dice, aquellos conocimientos ancestrales son alterados cuando se imponen relatos externos: “Los misioneros son la cabeza para destruir esa cultura. Para utilizar la mano de obra barata, poder convertir a los indígenas en campesinos”.

Para el explorador, que apoya la idea de misiones médicas laicas para ayudar a los indígenas, la irrupción de la visión cristiana representa una crisis epistémica: “Su trabajo en la selva, lo que siembran, lo que comen: todo eso está respaldado por una información mística”, explica. La “audacia, la pretensión occidental de una cultura superior” arrasan con conocimientos milenarios de etnobotánica y etnozoología. Un ejemplo, señala, es el cultivo de la palma pijiguao (Bactris gasipaes): domesticada miles de años antes de la llegada de los españoles.

Durante su visita a Amazonas en 1989, el Príncipe Carlos de Inglaterra (hoy Rey Carlos III) estuvo interesado en promover el uso de cultivos nativos en el United World College que había fundado en Barinas para el desarrollo de nuevas técnicas de campo para la agricultura y la ganadería en el país. Brewer-Carías llevó a su tocayo a la selva venezolana a conocer las frutas de los indígenas. “Solamente las plantas que crecen la selva se pueden sembrar en la selva”, dice, “si tratas de sembrar una papa, una zanahoria, una remolacha, una caraota, no crece en la selva, no crece en ese tipo de tierras”.

Hoy en día, la minería masiva que se ha extendido por vastas extensiones de la Guayana es el factor que más altera la forma de vida de los indígenas y la biodiversidad de las selvas: “La minería es un problema realmente grande, en el que los indígenas están participando en este momento”. Sin embargo, Brewer-Carías explica que hay que entender la motivación detrás de esto: “un indígena en un día de trabajo en la mina produce lo que gana como mesonero durante un mes en un hotel en la Gran Sabana”.

¿Su solución? Regular, clasificar y reglamentar la minería: un Ministerio de Minas transparente que regule a comerciantes y mineros, presente informes mensuales sobre lo que sucede en las minas y planee proyectos de reforestación con flora autóctona. “Eliminarla es imposible”, reconoce: “Apenas la cierras por una puerta, se abre por la puerta de atrás. Es una gran desgracia que se hayan descubierto minerales valiosos en esa región”.

¿Está El Dorado en Venezuela?

Charles Brewer-Carías todavía tiene algo pendiente. Cree haber descubierto el sitio donde alguna vez estuvo el mítico Lago Parima, que aparece en pleno corazón de la Guayana en los mapas desde 1598 hasta 1840 y en cuyas orillas –contaban españoles y caciques– se encontraba la ciudad imperial de Manoa: El Dorado venezolano.

Siguiendo las anotaciones del explorador Robert Schomburgk, quien creyó haber encontrado el fondo de un lago seco en su expedición de 1840 en Guayana, Brewer-Carías identificó –tanto por satélite como por sobrevuelos en avioneta– una cuenca endorreica -cerrada, sin salida para el agua- de 250 kilómetros en una altiplanicie a 700 metros de altura casi en la frontera de Amazonas con Brasil. “Todos los ríos van al centro”, explica: “Pero el agua sale por un lugar donde no debe salir porque es endorreica”. El explorador no tiene duda de que es la sombra del Lago Parima, vaciado por un movimiento de las placas tectónicas que abrieron la salida que refiere: una masiva inundación que se refleja, piensa, en los mitos de diluvios de las etnias locales.

Brewer-Carías –en un sitio de la supuesta orilla que no planea revelar hasta que haya un cambio de gobierno y cuya ubicación secreta confió a su amigo arqueólogo José Miguel Pérez– dio hace unas décadas con restos arqueológicos a apenas cincuenta centímetros de profundidad. Un yunque negro para hacer laminas de oro (como aquellos en el Museo del Oro en Bogotá), cerámicas decoradas que no corresponden al estilo artesanal de las tribus contemporáneas del área, una lupa de cuarzo y piedritas de jaspe perforadas para un collar: lo cual demostraría un nivel sorprendente de civilización.

“No soy arqueólogo”, dice, cuando se le pregunta sobre los orígenes de aquello: sospecha que es Manoa o alguna ciudad satelital. Sus sospechas hoy en día, tras siglos de rechazos a relatos españoles de ciudades amazónicas y tribus guerreras, no son tan descabelladas. En 2018, arqueólogos brasileños identificaron por vía satelital 81 poblaciones de entre los años 1250 y 1500 –donde pudieron habitar hasta un millón de personas– en la Amazonía brasileña. Y el año pasado, tecnología laser de mapeo desde el aire reveló una ciudad con caminos empedrados y pirámides –de entre los años 500 y 1400– bajo la densa capa de arboles de la Amazonía boliviana.

Mientras tanto –habiendo identificado un camino elevado, similar a algunos restos prehispánicos en Barinas, y un cuadrado de estructuras por la vía satelital– la ciudad perdida del Amazonas venezolano esperará por una nueva exploración de Brewer-Carías o por algún futuro explorador intrépido que de con su paradero.

“Descubrir es hacer que el mundo se acuerde lo que se vio”, dice citando al navegante colombiano Mauricio Obregón: “No es ver y después olvidar, es dejar constancia de lo que encontraste para que el mundo lo sepa”.



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